El festival

Desde que Jaime salió de la reunión con Sol estuvo dándole vueltas a todo lo que le supondría el lío en el que quería meterlo. Pretendía que pasase el verano haciendo toda la ruta de festivales indies para realizar una especie de contracrónicas, —«de alguien que no le gusta demasiado la música en general y menos esa en particular»—, que iría escribiendo para que apareciesen en la edición digital de Push Slowly por entregas cada lunes, y ya todas juntas en el número impreso de la revista en septiembre. Maldijo la hora que se le ocurrió escribir para la del mes pasado aquella tontería, ‘Amusia’, una pieza delirante en la que hacía una defensa imposible de la indiferencia y el mal gusto musical, encadenando una boutade tras otra, con pasajes pretendidamente vitriólicos en los que se atrevía a confesar:

«… Lo cierto es que musicalmente soy bastante átono, por no poner cosas peores, ya que cuando voy a conciertos y festivales a los primeros siempre suele ser por motivos espurios, y a los segundos con la mentalidad con la que va la mayoría de la gente a las actuaciones gratuitas de las fiestas de los pueblos, es decir a lo que les echen, al bulto, al cogollo, de manera que, confieso, ha habido festivales en los que voluntariamente habré escuchado un par de canciones…»

Cada día estaba más convencido de que a Sol se le había subido el éxito de la revista a la cabeza, y que se tomaba muy en serio todas esas cosas que leía por ahí de que Push Slowly se estaba convirtiendo en el New Yorker en español, sin ser consciente de que las escribía gente que más que a otra cosa aspiraba a entrar en el panel de colaboradores fijos de la revista por sus muy generosas remuneraciones, siguiendo una elemental lógica de supervivencia, que ella como niña rica paracaidista en un oficio moribundo no alcanzaba a percibir.

Durante la reunión había tratado de disuadirla diciéndole que lo que pretendía hacer podría tener cierto sentido dentro de una cobertura más amplia, a modo de contrapunto de las usuales crónicas musicales y de ambiente, pero que por sí solo tenía un aire despectivo que no iba a gustar y podía ser malo para la revista. En realidad lo que le hubiese gustado decirle era que como la bufonada la iba a firmar él donde primero iban a apuntar las patadas iba a ser a su culo, pero como después de todo también aspiraba a entrar en el panel de colaboradores fijos prefirió salir por ahí. A fin de cuentas ella era la gran esperanza que tenía para liberarse de la esclavitud de su columna diaria, que publicaban simultáneamente las contraportadas de varias cabeceras regionales de un mismo grupo editorial. 750 palabras cuya escritura cada vez le resultaba más ardua en su esfuerzo por ser original y no repetirse, con el temor siempre latente de que prescindiesen de él, por recortes, porque se encaprichasen de otra prosa de sonajero o simplemente porque sí.

Por eso tenía tanto interés en diversificarse y meter cabeza en publicaciones como Push Slowly, que pudiesen hacerle de catapulta a los semanales de los dominicales, a revistas tipo You Are a Sophisticated and a Mad Man, a la edición en castellano de Play Boy y a cosas así, mejor pagadas y menos absorbentes. Para conseguir este objetivo no estaba de más jugar un poco al enfant terrible, pero como decía machaconamente un amigo suyo una cosa era mearse en la piscina y otra era hacerlo desde lo alto del trampolín. En fin, ya intentaría hacer algo lo suficientemente gamberro para que le gustase a Sol y lo más inocuo posible para que no se le montase en Twitter un aquelarre de indies puretas.

Además, en julio y agosto su columna habitual adelgazaba a la mitad e iba a la sección de verano, con lo que por esa parte iba a ir más ligero de trabajo, y como el primer festival, el BBK en Bilbao, no empezaba hasta el 11 de julio podía intentar ir adelantando algo para ir más descargado esas semanas. Tampoco se tenía que preocupar por los aspectos organizativos, ya que la revista se encargaría de gestionar las acreditaciones de prensa, los billetes de tren y los alojamientos. Tendría una asignación para dietas y otra para gastos dentro del recinto, esta última más limitada, «para que no te pongas hasta arriba y me escribas solo cuatro mierdas», le había advertido Sol en un tono mitad admonitorio mitad jocoso.

Pero para que todos estos conatos de optimismos previos volasen por los aires como una brizna de hierba en medio de un temporal solo hizo falta que se fueran acumulando las horas de viaje desde Valencia hacia Bilbao. Además con el transbordo de tren en Barcelona dijo adiós a un pasaje apacible a cambio de uno nuevo en el que abundaban grupos bulliciosos y vocingleros que también iban de camino al festival. Al fin, después de todo el día viajando, llegó a su muy periférico hotel casi a las diez de la noche, con el tiempo justo para darse una ducha antes de enfilar hacia el festival.

Los rigores de la pronunciada cuesta que tuvo que subir para llegar le hicieron recoger su acreditación entre jadeos, y justo estaba entrando por la puerta cuando en el escenario principal empezaron a tocar The Strokes, los cabezas de cartel de ese viernes, que hacían una música meliflua que solo pudo soportar durante un par de canciones antes de lanzarse a la barra más cercana, donde proveerse de bebida le supuso un considerable gasto: de dinero, de tiempo y sobre todo de paciencia, por las múltiples burocracias con las que tenía que cumplir antes de disfrutar de su ginebra: adquirir una pulsera, recargarla, comprar un vaso de plástico en el ‘taller de reciclaje’ y ya por fin esperar a que le sirviesen. Que el pase de prensa no diese acceso no ya al backstage sino ni siquiera a la sala VIP le pareció una prueba más de la acelerada decadencia de la profesión.

Cuando terminó toda la operación el concierto ya estaba casi agonizando. Decidió dar una vuelta a ver si encontraba algo en lo que inspirarse para escribir porque hasta ese momento no se le había ocurrido mucho. Se paseó por todo el recinto, por los puestos de comida abarrotados que parecían dirimir en una guerra olfativa su rivalidad en la captación de clientes, por los tenderetes dedicados a múltiples buenas causas a los que nadie hacía caso, por los escenarios secundarios momentáneamente inactivos en los que se amalgamaban tanto los que no les interesaba nada los conciertos como los que les interesaba mucho el próximo que iba a haber allí, y se habían apresurado para coger sitio. «¿Disculpe nos puede echar una foto?». Le preguntó una chica de ojos rasgados y labios voluptuosos a la que el maquillaje de glitter y brillo le confería un aspecto de deidad griega. Ella confundió el aturdimiento que le había provocado su aparición con una extraña inhabilidad para sacar fotografías con un móvil, «cuando los recuadros encuentren las caras dele al botón», le pidió como quien le pide algo a un señor muy mayor que parece un poco idiota.

La alegría bulliciosa del grupo de amigos al que acababa de fotografiar le hizo sentirse por contraposición triste y solo, imbuyéndole de repente esa viscosa sensación de absurdo que alguien escribió una vez que te puede estar esperando al doblar cualquier esquina. Había recorrido casi mil kilómetros para errar como un alma en pena en medio del hedonismo de los demás, con el propósito de escribir unas cuantas patochadas mordaces, que le asegurasen poder seguir ganándose la vida escribiendo otras nuevas patochadas mordaces. Aquella ingenua aspiración infantil de ser corresponsal de guerra, o el ansia juvenil por emular a Umbral o Haro Tecglen, todas esas ilusiones se habían perdido, como el agua se perdía sobre la tierra cuando su abuelo regaba en el huerto de la vieja casa de Torrent en la que pasaban los veranos cuando era un niño.

Siguiendo un impulso poderoso se encaminó a la salida para largarse de allí, forticándose en él a cada paso que daba la resolución de mandarlo todo el carajo, empezando por Sol y su muy petulante revista y acabando por la maldita columna de los periódicos, escrita con una prosa bombástica que trataba de encubrir lo seco que estaba de nuevas ideas hace mucho tiempo. Llegaba tarde a muchas cosas, pero no a buscarse cualquier trabajo de jornada intensiva que le dejase el tiempo suficiente para escribir, por fin, algo realmente suyo, algo en lo que dejarse todas sus agallas y que no tuviera que estar envuelto en una pesada armadura de cinismo y desencanto. Después de todo él también quería disfrutar de la música.


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